MUCHO MÁS ALLÀ - Ángeles Caso


Mucho antes de hablar, los seres humanos se pusieron a cantar. Siempre he estado convencida de que ésa fue nuestra evolución lógica: primero, antes de nada, cantar, hacer música, y sólo más tarde, comunicarnos a través de la palabra. Parece que los estudios paleoantropológicos confirman esa creencia mía, y que la estructura ósea de la garganta de nuestros antepasados más remotos fue en efecto más apta para lanzar notas al aire que para emitir sonidos articulados en un tono monocorde.

Al fin y al cabo, la música está presente en la naturaleza desde el origen mismo del mundo. Melodía y ritmo. Aparece en el canto de los pájaros, por supuesto, pero también en el murmullo del agua sobre las piedras, en las gotas de lluvia cayendo sobre la tierra, en las hojas de los árboles movidas por la brisa o el viento fuerte penetrando en una oquedad. Y luego está lo nuestro, lo propiamente humano, nuestra necesidad —visceral, creo— de expresar las emociones más poderosas mediante esos sonidos misteriosos que nos salen de las tripas y que, sin duda, se embellecieron gracias a la imitación de los sonidos del entorno. ¿No es normal —hermosamente normal— ponerse a cantar o a generar toda clase de ritmos con las manos cuando la caza ha sido buena, el aguacero benigno, el parto tranquilo? ¿No resulta imaginable que el descubrimiento de la pérdida, el dolor ante la muerte de algún miembro del grupo, por ejemplo, hiciese que a nuestros ancestros les naciera de dentro un canto fúnebre, una larga hilazón de sones quejumbrosos?

No existe, que yo sepa, ni una sola cultura que no acompañe sus grandes acontecimientos con expresiones musicales. Ni un único ser humano que no guarde en su memoria una canción. Y no hay ninguna música, ni siquiera la nacida en el lugar más remoto del mundo, que no pueda ser compartida por el resto de la humanidad (a condición, claro está, de escucharla sin prejuicios). Ese extraordinario regalo de los dioses es, como dijo el romántico alemán E. T. A. Hoffmann, “el más universal de los lenguajes”. Desde el ritmo desenfrenado de unos percusionistas “salvajes” hasta la composición más compleja, dotada de una férrea estructura matemática, la música nos sacude, despierta nuestras sensaciones, provoca incluso nuestros sentimientos más profundos. Quizá debería bastarnos en sí misma, con su pureza y su radicalidad y su asombroso poder sensorial. Podríamos considerarla una manifestación indescriptible del espíritu, dejar la búsqueda de la perfecta belleza abstracta a los compositores y los grandes intérpretes, y limitarnos los demás a disfrutarla, a acudir a ella para celebrar un amor o conjurar la soledad. Pero nuestras mentes racionales y analíticas nos empujan siempre más allá: no nos parece suficiente gozarla, llorar o danzar con ella. Necesitamos también comprenderla, desmenuzarla, intelectualizarla, traspasando la frontera mágica e incomprensible de las sensaciones atávicas. Como siempre, qué curioso, sentimiento y razón indisolublemente unidos. El largo, largo y azaroso camino de la humanidad.

Ángeles Caso es escritora e historiadora del arte.



Il·lustració treta d'internet: elmusiblocdelareny.blogspot.com 

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